
EL GORDO Y LOS FLACOS
Kim Yong Nam, un gordo de veintinueve años hijo del sátrapa que detenta el poder en la muy comunista Corea del Norte, ha sido sorprendido en un aeropuerto japonés cuando con pasaporte falso pretendía entrar en el país para visitar la sucursal nipona de Disneylandia. Como personaje, el cebado Kim Yong Nam habría sido la envidia de cualquiera de las impresentables bestias de Rebelión en la granja de Orwell.
Con su barriga curvada como la hoz, frente al delgado palo de martillo que parecen sus súbditos, el hijo del tirano no da la más leve muestra de la hambruna que asola al infausto pueblo norcoreano, el cual, paradojas de los paralelos y sus fronteras artificiales, es el mismo, o en principio lo era, que el surcoreano, más sano y rellenito sin embargo.
Que el hijo de uno de los pocos países (los disléxicos leerán paraísos) comunistas que quedan sobre la faz de la tierra haya caído en las garras sentimentales del tío Gilito y de un tan notorio anticomunista como Walt Disney, tal maravilla aporta sin duda motivos para una moraleja. Sucede, sin embargo, que, lejos de ser la excepción, es la regla de una ideología que, como un gas peligroso, al contacto con el poder se inflama de despotismo, hipocresía y crímenes que, a diferencia de los de los dibujos animados, son reales y por desgracia irreparables.
Pasma que tantos acomplejados hablen -en voz baja- de los crímenes de Stalin o los de Pol-Pot y no caigan en que son inseparables del comunismo. Éste no es que tenga, por supuesto, el monopolio de todos los males del mundo —ahí está el fundamentalismo islámico, el sionismo, el nazismo, el colonialismo, las meriendas de negros de los caudillos africanos y, last but not least, el capitalismo anónimo y globalizador—. Pero que Kim Yong Nam, el gordo, haya protagonizado este gag de espalda a los esclavos de su padre viene a ilustrarnos, una vez más, sobre lo irreal y absurdo de unos regímenes que hacen pasar hambre y fatigas y, en su agonía, aún han de llevarse a muchos miles de personas por delante.
Comentarios
Un saludo.
Un artículo estupendo, Antonio.
Un abrazo