Ricardo Molina
La poesía andaluza y la española
celebran este año los cien del nacimiento de uno de los más importantes poetas
de Córdoba, Ricardo Molina, un autor de obra sólida e importante que quedó
trunca con la temprana muerte de su autor en 1968.
Molina nació el
28 de diciembre de 1916 (él decía que en 1917) en Puente Genil (Córdoba), pero desde
los ocho años vivió prácticamente siempre en la capital cordobesa (salvo unos
estudios de Filosofía y Letras en Sevilla, interrumpidos por la Guerra Civil),
donde fue profesor a destajo en academias y solo dos años antes de morir obtuvo
la plaza de agregado de instituto. En Córdoba fundó la revista Cántico, que aglutinaría a un grupo
relativamente homogéneo de poetas unidos no solo por la literatura sino también
por la amistad y el compartir intereses e inclinaciones comunes. Fue el año
1947, el mismo año en que Molina se alzaba con el prestigioso, y en aquella
época casi único en el panorama poético, Premio Adonáis. El libro ganador era Elegías de Sandua (1948), segundo de los
suyos tras El río de los ángeles.
Luego vendrían Corimbo (1949), Elegía de Medina Azahara (1959), La casa y La Luz de cada día (ambos de 1967) más Regalo de amante y Cancionero,
publicados conjunta y póstumamente en 1973.
No solo en la
poesía destacó Ricardo Molina: los estudios sobre el flamenco se beneficiaron
también de su sensibilidad e inteligencia, más su amistad y colaboración con
Antonio Mairena, con varias obras comenzadas a publicar en 1963 (Mundo y formas del cante flamenco). Fue
autor igualmente del ensayo Función
social de la poesía (1971) y tradujo a poetas franceses e italianos:
Claudel, Aragon, Gide, Peguy, Montale, Ungaretti… de los que ofreció muestras
en la revista.
Molina cultivó
el versículo y, en las elegías el alejandrino, como en los tan hermosos y tan
nimbados de romanticismo de la “Elegía VII” de las de Sandua:
Y al volver la
cabeza para ver por vez última
tu torreón
lejano bañado por la luna
me parece que mi
alma es ese triste arcángel
que gira en la
veleta al impulso del viento,
y mi vida una casa
que ya no habita nadie
que invaden las
malezas y las brumas de otoño,
una casa en
ruinas perdida entre los montes,
olvidad en un
valle salvaje y melancólico…
Pero también en
los endecasílabos y heptasílabos destaca su lograda musicalidad, fomentada a
menudo sin duda por la asonancia, en la que fue un maestro. Fue consciente de
que su poesía podía provocar rechazo, dada su temática, el amor homosexual.
Así, en la “Elegía XIII” de Sandua anticipa para cuando esté ya muerto:
Y otros dirán
tal vez: “Amaba sólo el cuerpo.
Era un
materialista.
Sus Elegías son
poco recomendables.
Muchas podrían
tacharse incluso de inmorales.”
Sin embargo,
suele velar el sexo del objeto de su deseo con un genérico “amor mío”, y en
algunos poemas incluso emplea un “amada” o “amiga”.
Ricardo Molina
sintió muy joven la mordedura de la literatura, y cuando tenía solo 16 años –recuerda
Pablo García Baena– escribió a André Gide y este le respondió. Los juveniles
poetas del momento, más algún pintor, se reunían en tertulia de taberna o
acudían a escuchar música a casa de Carlos López Rozas, profesor del
Conservatorio de Córdoba. No era una ciudad, como sucedía en el conjunto de
España, que sobresaliera en vida cultural. Como ha rememorado García Baena, “el
ambiente de Córdoba, en aquel tiempo, era bastante pobre. Estaban los actos
provinciales, el provincianismo acartonado de las academias… esto era lo único
que había.” Luego estaban los jóvenes, continúa, entre los que se contaban
ellos.
Eran aquellos
muchachos, que luego pasaron a ser artífices de Cántico, Julio Aumente, Juan Bernier, Pablo García Baena, Ginés
Liébana, Mario López, Ricardo Molina y Miguel del Moral. No hay necesidad de
especular por el motivo del nombre elegido, Cántico.
Es el mismo Molina quien lo aclara en carta a Guillén: por el espiritual del
inefable san Juan de la Cruz y por el de su corresponsal, que vio la primera
edición en 1928. Ya en alguna ocasión he observado las reticencias que
seguramente tendría que vencer Cernuda ante una revista que ostentaba el título
de ese autor de décimas cuyo parecido con las suyas, expuesto por la crítica,
habría de mortificarlo al aparecer el libro con que debutaba: Perfil del Aire (1927). Guillén había
adelantado parte de su obra en revistas y fue Cernuda quien pareció epígono,
imitador del vallisoletano. Es innegable entre aquellos mozos cordobeses el
papel protagonista del poeta de cuyo nacimiento se cumplen ahora cien años. Según
Bernier, “Ricardo Molina era la clave, la continuidad y el alma de un grupo que
quería sobre todo romper con la apatía, con el senequismo nirvánico de
Córdoba.”
Olga Rendón
Infante ha recopilado el epistolario de Molina con Luis Cernuda, Jorge Guillén,
Gerardo Diego, Dámaso Alonso y Vicente Aleixandre (Los poetas del 27 y el grupo Cántico de Córdoba, dos volúmenes, editorial Alegoría, 2015). Aquí, con un
trabajo concienzudo, se aporta muchísimo material inédito, por el que nos
enteramos de que Molina, alma de la revista y constante urdidor de contenidos y
tejedor de complicidades, ya planeaba en la primavera de 1948 un número de
homenaje pero no a Cernuda, como en efecto sucedió en 1955, sino a Federico
García Lorca. Sin embargo, no se llegó a publicar ese número dedicado al
granadino y el doble consagrado al sevillano tendrá que esperar a la segunda
época de la revista. Será este homenaje a Cernuda, mullido por Molina, un
momento muy importante en la recepción crítica y la difusión del autor de La Realidad y el Deseo, reconocimiento pionero
y seguido, en 1962, por el homenaje que también le tributa la publicación
valenciana La Caña Gris. Al recibir
aquel número doble de Cántico,
Cernuda se mostró muy halagado (más allá de algunos errores que señaló en el
texto de Adriano del Valle) y destacó, entre los trabajos críticos, los de
Vicente Núñez y el propio Molina.
Hombre
religioso, católico pero también pagano en la concordia con lo sensual, Molina
sufrió en su alma la pugnacidad de los contrarios. Como en tantos, esa lucha,
si dura para el hombre, se resolvió en creatividad para el artista. Por sus
versos desfilan las calles y plazas de Córdoba, con sus iglesias, pero también
las riberas del Guadalquivir, unos pinares donde robar un beso, y la evocación
de la sierra, que se convierte, por escondida y alta, apartada de las miradas
indiscretas, el escenario ideal del amor: “Árboles de la sierra que
nos visteis pasar,
/ vosotros que aspiráis por todo vuestro cuerpo
/ el azul
perfumado, la púrpura del día.” O en la Elegía VI:
Te
amé a los quince años. Tú tenias mi edad.
Te
amé en la sierra verde bajo un sol de domingo,
cuando
al volver de misa paseaba tu familia
por
la larga avenida de viejos eucaliptos.
El cuerpo es
fundamental en esta poesía homosexual pero pudorosa (recuerdo ahora los “Poemas
para un cuerpo de Cernuda”). Un cuerpo que en “Respuesta” no es solo él, sino
muy estremecedoramente, también el alma. Al dirigirse a un “cuerpo de tierra
tan bello”, asegura que no se pueden esquivar:
los
ojos y los labios,
el
cuello, las mejillas y los brazos y el pecho
y
los pies y las piernas, la cintura y los hombros
y
el alma que es en ellos
una
segunda piel más sutil y brillante,
el
alma que es como un perfume límpido
que
delicadamente nos baña todo el cuerpo.
La Elegía XI,
por su parte, es casi la traslación del espíritu romántico y neohelénico de
Keats (poeta sobre el que, por cierto, José Luis Cano estableció una relación
con Cernuda, en las páginas de Cántico).
Se trata de una composición bellísima si levemente estereotipada, como otros
poemas en la misma línea de Juan Gil-Albert, gran cultivador como aquí Molina,
del endecasílabo blanco. Siendo muy delicadas y hermosas la primera y segunda
estrofa, en esta, la central, es donde mejor se aprecia ese paganismo de raíz
griega tan de Molina:
Pues
la verbena en flor, la verde prímula
y
las viñas silvestres cuyos pámpanos
sombrean
la roja frente de los sátiros,
y
el soto umbrío que un arroyo baña
y
que al pasar el viento vibra todo
como
lira de hojas plateadas,
y
las colgantes dríadas que enroscan
sus
guirnaldas de azules campanillas
en
el tronco del álamo sonante,
y
la zarza espinosa donde tiembla
–sombra
y rocío– un dios enamorado,
no
tienen para mi alma la dulzura
de
la dorada gracia de tu cuerpo.
Pero no es solo
la herencia clásica la que impregna la obra y el alentar de Molina. También, y
como no podía ser de otra manera en Córdoba, capital que fue del Califato, hay
algo de arco de herradura, de lunas orientales blanqueando la mezquita, de
aljamiada escritura en este poeta que confiesa en
“Poeta árabe”:
Los
hombres que cantaban
el
jazmín y la luna
me
legaran su pena,
su
amor, su ardor, su fuego.
La
pasión que consume
los
labios como un astro,
la
esclavitud a la
hermosura
más frágil.
Y
esa melancolía
de
codiciar eterno
el
goce cuya esencia
es
durar un instante.
La poesía de
Molina, como la de otros amigos del grupo, se sumió en el silencio, en parte
deliberado, por la muerte temprana en su caso, y porque los vientos de la
creación y la crítica soplaban en dirección bien contraria, como demuestra su
exclusión flagrante de la antología de José María Castellet Veinte años de poesía española, un
bodrio en la que el rojo juez de un tribunal popular literario expulsaba de su
paraíso real-socialista también a un raro colosal como Juan Eduardo Cirlot. Con
todo, hubo un nexo con la generación de los novísimos que hay que personalizar
en Guillermo Carnero, quien en 1976 publicó un libro fundamental: El grupo Cántico de Córdoba. Un episodio
clave de la poesía española de postguerra.
A Ricardo Molina
hace tiempo que se le honra en su tierra. La Diputación convoca desde hace
muchos años un premio de poesía que lleva su nombre, publica Hiperión y en su
última convocatoria ha ganado no un mero concursante habitual de los premios
sino un poeta y magnífico, Josep María Rodríguez (Molina también concursó a
menudo, tratado de procurarse unas pesetas dada su precariedad laboral). Su
poesía completa ha sido recogida en dos ediciones. La segunda, muy completa,
incorpora un elevado número de poemas inéditos y dispersos. La publicó José
María de la Torre en Visor en 2007. Este año la Feria del Libro de Córdoba ha
estado estará dedicada a él, se ha celebrado un congreso sobre su figura y obra
en su natal Puente Genil y habrá sin duda muchas más actividades relacionadas
con el poeta. La Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía lo ha nombrado,
muy merecidamente, autor del año a título póstumo.
(Un artículo que he publicado en Revue scientifique d'études linguistiques et littéraires, Argel)
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